Capítulo 9

 

DE todos los hermanos Wolfe, Nathan era el pescador nato. Y lo que podía decirse de la pesca también podía decirse de la fotografía y de sus libros. Ambos eran productos de la reflexión, las largas horas, una infinita paciencia y trabajo duro. Un hombre valoraba más aún su trabajo si el camino hacia su realización había sido duro y frustrante.

 

Igual que cortejar a Carin.

 

Y si la reflexión, las largas horas, la paciencia y el trabajo tenían algo que ver en todo aquello, por la forma en que Nathan lo veía, debía de valorar a Carin más que a nada y nadie en el mundo.

 

Y allí estaba él, echado en la cama a escasos centímetros de ella y ella estaba profundamente dormida.

 

¡Eso en cuanto a paciencia, fortaleza y frustración!

 

Carin no estaba en absoluto frustrada, sino todo lo contrario. Lo había mirado furiosa como si aquella desastrosa disposición para dormir hubiese sido idea suya, y tras lavarse los dientes y darle un beso de buenas noches a Lacey, se había metido en la cama a su lado, ignorándolo como si no existiera.

 

Nathan había hecho todo lo posible para que aquella velada fuese un éxito; había procurado que Carin se divirtiese y se sintiese parte de la familia. ¿Y qué había conseguido? Nada en absoluto.

 

Literalmente lo había ignorado durante toda la noche. Parecía haber disfrutado de la compañía de sus cuñadas, había jugado con sus sobrinos, había hablado tranquilamente con su padre y con Rhys. Incluso se había marchado a la cocina para, al menos era lo que esperaba, mantener una sincera conversación con Dominic. ¿Pero había servido de algo?

 

Nathan no tenía ni idea. Carin estaba actuando como si él no estuviese allí.

 

Solo le quedaba tener paciencia y esperar a que ella se abriese a él y confiase en él.

 

Solo le quedaba esperar que ella lo amase.

 

Pero siempre que se permitía tener la más mínima esperanza, cada vez que pensaba que las cosas estaban saliendo como él quería, Carin de repente se daba la vuelta y cerraba la puerta entre ellos.

 

Como buen pescador, Nathan era un hombre con determinación. Pero como todo hombre, tenía sus límites y no recordaba a Carin siendo tan testaruda.

 

¡Tampoco la recordaba tan guapa! Y estaba a escasos centímetros de ella, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y pensó que no sabía cuánto más soportaría aquello.

 

—¿Papá?

 

La voz de Lacey lo sorprendió, interrumpiendo sus pensamientos. Estaba tan cansada que Nathan pensó que se habría dormido hacía ya tiempo.

 

—¿Qué? —le preguntó, al tiempo que se incorporaba en la cama.

 

La cabeza de su hija asomó por encima del biombo.

 

—Solo quería comprobar que no estaba soñando —le dijo y sonrió—. Me he despertado y pensaba que lo había soñado todo. Pero estamos los tres aquí. De verdad.

 

—Sí. Estamos los tres aquí —murmuró él.

 

—Bien —dijo ella y suspiró satisfecha—. Buenas noches, papá.

 

—Buenas noches, Lacey.

 

—¿Papá?

 

—¿Sí?

 

—¡Ojala sea siempre así!

 

«¡Que Dios me ayude!», se dijo Nathan mentalmente.

 

Carin deseó que las cosas pudiesen ser siempre de aquella manera.

 

Exceptuando, claro, el hecho de tener que dormir a escasos centímetros de Nathan. Sobre todo si tenía que resistirse a él. A medida que pasaban los días, le resultaba cada vez más difícil.

 

Pero el resto del tiempo estaba resultando ser más maravilloso de lo que se había podido imaginar.

 

Y se lo debían a Nathan.

 

Algo más por lo que sentirse agradecida hacia él y, aunque no quería, sabía que debía hacerlo por su hija.

 

Lacey se lo estaba pasando de maravilla.

 

—Me gustaría que viniesen todos a Pelican Cay —les dijo a Nathan y a ella una noche—. Podrán ir a visitarnos, ¿verdad?

 

—Por supuesto —afirmó Nathan. Carin sonrió, sintiendo dolor y felicidad al mismo tiempo.

 

—Desde luego.

 

Los días de Carin también habían sido memorables; Stacia les había pedido que fuesen a la galería a supervisar mientras se colgaban los cuadros y las fotos, y a conocer a dos de los periodistas. Carin se había sentido nerviosa ya que nunca había hecho algo parecido.

 

Pero Stacia hizo que todo resultase sencillo. Y Nathan lo convirtió en una experiencia que nunca olvidaría. En la galería, Carin vio al Nathan Wolfe profesional; sabía que tenía buen ojo para las fotos, pero allí tuvo ocasión de comprobar que también tenía buen ojo para la ubicación de cada una de ellas y de sus cuadros. Mientras Stacia y los empleados de la galería colgaban los cuadros y las fotos con la ayuda de Nathan, Carin se dedicó a observar. Era como ver su visión amplificada, desarrollada, contrastada y resaltada. Cada uno de cuadros era un punto neurálgico, resaltado por el trabajo de Nathan, y el de Lacey, que colgaba a su alrededor.

 

A Carin la sorprendió la calidad de las fotos de Lacey.

 

—Es muy buena —le dijo sencillamente Nathan. Había escogido seis fotos hechas por su hija, las había montado y enmarcado él mismo.

 

—Con la ayuda de Lacey —le dijo a Carin—. Eso era lo que hacíamos algunas de las mañanas que pasábamos fuera de casa.

 

—¿Sabe ella que se van a exponer?

 

Nathan movió negativamente la cabeza y sonrió.

 

—Una pequeña sorpresa más.

 

Lacey saltaría de alegría al verlas y Carin sintió que se le formaba un nudo en la garganta al pensarlo.

 

Algo más que le debían a Nathan.

 

El día de la inauguración, Sierra fue a casa de Mariah para ayudarlas a arreglarse el pelo.

 

—¿Me lo teñirás de color azul? —le suplicó Lacey—. ¿O de morado, como tú lo llevabas?

 

En aquel momento, Sierra llevaba el pelo castaño, su color natural. Le contó a Lacey que dejó de teñírselo cuando descubrió que estaba embarazada de Lily.

 

Y tampoco le teñiría el pelo a Lacey.

 

—Tienes un color demasiado bonito —le dijo—. Es como el de un precioso alazán. Pero puedo ponerte algunas cuentas.

 

—¿De verdad? —preguntó Lacey, con los ojos abiertos de par en par.

 

En pocos minutos, Sierra le había engarzado tiras de cuentas multicolores, dándole un estilo especial al pelo de la niña. Lacey a su vez, sonreía y movía la cabeza cada vez que se miraba en el espejo.

 

—Estás estupenda —le dijo Sierra—. Y tú también —le dijo a Carin.

 

Carin sabía que solo estaba siendo amable. Por supuesto, su pelo tenía buen aspecto, porque Sierra se lo había peinado aquella tarde. Y su vestido era precioso, porque Mariah y Sierra la habían ayudado a escogerlo; era un vestido sofisticado, sin llegar a ser ostentoso, de una miríada de azules y verdes. El corpiño era ajustado, tenía una cinturilla de pinzas y la falda de vuelo, que parecía el mar girando alrededor de sus piernas cada vez que se movía.

 

—Son colores isleños —dijo satisfecha Sierra.

 

—Y además deja su bronceado a la vista —afirmó Mariah.

 

Dejaba a la vista más de lo que a Carin le parecía apropiado. Tenía unos finísimos tirantes que, además de mostrar sus hombros, dejaba desnuda casi toda su espalda. Había mucho más a la vista que la escayola de su brazo.

 

Nathan estaba esperando en el piso de abajo, y cuando Carin bajó por las escaleras la miró con los ojos desorbitados.

 

—Date la vuelta —le ordenó Mariah. Carin obedeció y, al verle la espalda, Nathan tragó saliva.

 

— ¿Vas a llevar eso? —le preguntó con la voz ronca.

 

— ¿Es demasiado...? —comenzó a preguntar Carin, que ya empezaba a sentirse nerviosa.

 

Pero el hecho era que ella también lo miró con los ojos abiertos de par  en par.

 

A Carin le había parecido atractivo con unos simples pantalones cortos y una camiseta; pero con aquel traje negro, camisa blanca inmaculada y corbata de color burdeos, Nathan Wolfe estaba más seductor que nunca.

 

Se quedaron mirándose fijamente el uno al otro.

 

—Sí—dijo satisfecha Mariah.

 

—Sin lugar a dudas —estuvo de acuerdo Sierra. Nathan las miró furioso.

 

— ¿Qué intentáis hacerme? —les preguntó, pero ellas se limitaron a sonreír.

 

En aquel momento se abrió la puerta y Dominic asomó la cabeza.

 

—El coche está esperando. Es hora de marcharnos.

 

Llegado el momento de la verdad, Carin sintió que el pánico se apoderaba de ella y agradeció sentir la mano de Nathan cerrándose alrededor de la suya.

 

—No te separes de mí —le dijo él, al tiempo que sonreía y le guiñaba un ojo—. Yo me ocuparé de todo.

 

Y de hecho, lo hizo. Carin no quería admitirlo, pero al desviar parte de la atención y contestar algunas preguntas entrometidas, con la justa dosis de tontería, jerga y encanto, Nathan logró que la experiencia fuese mucho menos traumática de lo que habría sido si no hubiese estado él.

 

Nathan le presentó a todos los asistentes y se aseguró que todo el mundo supiese que era la exposición de Carin, no la suya.

 

—Es como un proyecto familiar —explicó él cuando le preguntaron la razón por la que sus fotos también estaban expuestas—. También hay algunas hechas por nuestra hija.

 

Lacey se había quedado asombrada al ver sus fotos colgadas junto a las de sus padres, y caminaba de un lado a otro de la galería con los ojos abiertos de par en par y sonriendo ampliamente.

 

Cuando encontró a Carin y a Nathan, los abrazó a los dos. A Carin le pareció ver que los ojos de su hija se llenaban de lágrimas. Y durante aquella tarde, más de una vez al mirar a Lacey, al mirar a Nathan y a su familia y sentir la conexión que había entre ellos, Carin sintió que a ella también se le llenaban los ojos de lágrimas.

 

¡Sería tan maravilloso formar parte de aquella familia! Sería maravilloso ser una verdadera parte de ellos. Sería maravilloso ser amada por ellos.

 

—Es una exposición magnífica —dijo a su espalda una voz femenina, interrumpiendo sus pensamientos.

 

Carin se dio la vuelta para encontrarse con Gaby, la agente de Nathan, sonriendo.

 

—Parece que todo ha salido bien —añadió la mujer. Carin asintió.

 

—Gracias a Nathan —le dijo ella, sin dudar por un momento en admitir la verdad.

 

—Nathan es un zoquete —dijo con sequedad Gabriela y se volvió hacia él—. Necesito hablar contigo.

 

— ¿Ahora? —le preguntó Nathan, frunciendo el ceño.

 

—Ahora. Lo siento —añadió mirando a Carin—. Enseguida te lo devuelvo. Pero tenemos un asunto pendiente y yo debo tomar un avión a Santa Fe.

 

—Claro. Me las arreglaré yo sola —le aseguró a Nathan, que parecía a punto de comenzar una discusión con Gabriela.

 

Nathan apretó la mandíbula y dudó por un momento, para después encogerse de hombros.

 

—De acuerdo. Un minuto.

 

Tomó a Gabriela del brazo y se alejaron a un rincón apartado de la sala.

 

Carin intentó no mirarlos mientras hablaban, pero no pudo evitar desviar continuamente la mirada. Gabriela parecía dispuesta a sacar provecho del minuto que Nathan le había concedido ya que hablaba sin parar, gesticulando y señalando; resultaba evidente que se sentía contrariada por algo.

 

Nathan estaba apoyado contra la pared, con las manos metidas en los bolsillos y un aparente aspecto tranquilo. Pero por la forma en que apretaba la mandíbula mientras escuchaba a Gaby, no parecía tan despreocupado como su pose pretendía sugerir.

 

Estaban demasiado lejos para que Carin pudiese oír lo que hablaban y de todos modos, no era asunto suyo, se dijo severamente a sí misma. Se sintió aliviada cuando Stacia se acercó, acompañada de un periodista que quería hablar con ella.

 

Desplegó todo su encanto e ingenio, e intentó contestar a todas sus preguntas, pero no pudo dejar de mirar a Nathan y a Gaby. Esta tenía la mano sobre la manga de Nathan y señalaba sus fotos con la otra mano. Después, extendió ambas palmas y lo miró irritada; Carin  se dio perfecta cuenta de que le estaba preguntando dónde estaban las demás.

 

Nathan dejó caer los hombros y tensó la espalda. Dijo algo y después movió furioso la cabeza.

 

Fuese lo que fuese, Gaby no estaba de acuerdo con ello y movió un dedo delante de su cara.

 

Nathan le apartó el dedo, y, evidentemente irritado, se apartó de la pared y miró en dirección a Lacey, que estaba con Mariah y Rhys. Después, desvió brevemente la mirada hacia Carin y Gabriela miró en la misma dirección; la mujer movió la cabeza y comenzó de nuevo a discutir. Ella también parecía furiosa. Fuese lo que fuese lo que había pretendido conseguir de Nathan, él se había negado.

 

Nathan movió la cabeza, dio media vuelta y comenzó a alejarse de ella, para acercarse a Carin.

 

Pero Gaby lo siguió.

 

—Te arrepentirás, Nathan. Es una oportunidad única. Nathan la ignoró.

 

— ¿Estás bien? —le preguntó a Carin, como si fuese ella la víctima del ataque.

 

—Sí.

 

— ¿Lo ves? Está bien —dijo Gaby—. A ella le gustaría...

 

—No 1o hagas —lo interrumpió él—. No la metas en esto.

 

Gaby tenía la boca abierta y tenía las palabras, fuesen cuales fuesen, en la punta de la lengua; Carin casi podía oírlas. Pero Nathan había dicho su última palabra.

 

Gaby apretó los labios con fuerza y miró a Nathan fijamente.

 

—Estás haciendo muy difícil la tarea de ser tu agente.

 

—Pues dimite.

 

—No quiero dimitir —dijo pacientemente Gaby—. Me encanta tu trabajo. Me encanta lo que has hecho y lo que podrías hacer.

 

Nathan suspiró con impaciencia y consultó su reloj.

 

—Vas a perder tu avión, Gaby.

 

—Piénsalo.

 

—Ya te he dicho...

 

—Piénsalo. Llámame cuando regreses a las Bahamas.

 

De repente, Gaby sonrió y se acercó para darle un beso. Después, se volvió hacia Carin.

 

—Ha sido una exposición estupenda —le dijo—. Formáis un buen equipo —añadió y miró brevemente a Nathan—. Pero el trabajo que se puede hacer en una isla es limitado. Tienes que volver al trabajo, Nathan.

 

Y dicho aquello, Gaby se marchó.

 

—¿Adonde quiere que vayas? —le preguntó Carin.

 

—No importa. No voy a marcharme. Nathan no la miró, sino que buscó entre los invitados.

 

—Allí están Finn MacCauley y su esposa. Finn es un magnífico fotógrafo y un buen amigo de Rhys. Ven conmigo, te los presentaré.

 

Y aquello fue el fin de lo que hubiese hablado con Gaby.

 

Finn MacCauley y su esposa, Izzy, tenían una pareja de mellizos casi de la misma edad que Lacey, e Izzy no tardó en invitar a Lacey a su casa, al día siguiente, para que los conociese.

 

—Solo estaremos un día más aquí —le dijo Carin—. Había pensado en salir a alguna parte.

 

—Tráela a casa —le dijo Izzy—. Así Nathan y tú podréis salir juntos.

 

—No necesitamos...

 

—Por supuesto que lo necesitáis —la interrumpió Izzy—. Todas las parejas con hijos lo necesitan. Te lo digo por experiencia, que tengo cuatro. Cuando vengáis a recogerla, podemos hacer una barbacoa en el jardín —le sugirió—. Mi marido dice que pongo a las personas en situaciones incómodas, así que no tengas reparos en decirme que no, pero a las chicas les gustará conocer a Lacey. Y quién sabe, quizá algún día volvamos a las Bahamas y os hagamos una visita.

 

—Sería estupendo —aceptó Carin—. Respecto a lo de mañana, hablaré con Nathan primero.

 

En realidad Carin no quería estar a solas con Nathan, pero sí quería saber de qué había hablado con Gaby.

 

Probablemente lo había estado presionando para que aceptase un nuevo proyecto. Y aunque Nathan había dicho que no se marcharía de Pelican Cay, todos sabían que no podría permanecer allí para siempre.

 

Pero no tuvieron tiempo para hablar de ello aquella noche; en cuanto llegaron a casa, cayeron en la cama completamente rendidos.

 

Al día siguiente, en cuanto Lacey se marchó a casa de los MacCauley, Carin buscó a Nathan.

 

Estaba de pie en el balcón de su pequeño apartamento, con las manos fuertemente apretadas alrededor de la barandilla, mirando al horizonte. Carin lo observó desde el otro lado del cristal y se dio cuenta de que sus pensamientos estaban a miles de kilómetros de distancia.

 

—Lacey se ha marchado con Izzy —le dijo Carin, al tiempo que abría la puerta corredera.

 

Nathan se dio la vuelta y su expresión delató la sorpresa que sintió al verla.

 

—Nos han invitado a una barbacoa en su casa, esta tarde —continuó ella—. Son muy agradables.

 

—Sí. Lo son.

 

Carin se apoyó en el respaldo de una de las sillas.

 

—¿Te hizo Gaby alguna oferta?

 

—¿Cómo? —preguntó él, frunciendo el ceño, para después pasarse la mano por el pelo—. Siempre tiene ideas —añadió y se dio la vuelta otra vez.

 

—Ella cree que debes volver al trabajo. Nathan volvió la cabeza y la miró furioso.

 

—He estado trabajando.

 

—Sí —aceptó Carin y se colocó a su lado—. Pero no puedes continuar siempre con eso. ¿Cuál era la idea de Gaby?

 

—Otro libro sobre Zeno. El editor quiere que regrese, que siga su pista un poco más; que averigüe si aún sigue ahí afuera. Que fotografíe la secuela —añadió e hizo un mohín de desprecio con los labios.

 

—Es una idea maravillosa.

 

—Quizá. Pero no me marcharé.

 

—¿Por qué no? Lacey estaría orgullosa.

 

Nathan apretó la barandilla con fuerza y los nudillos se le pusieron blancos. No dijo nada, ni siquiera la miró.

 

—No tienes que quedarte solo porque me dijiste que lo harías —continuó con cautela Carin.

 

—Tengo que hacerlo —replicó entre dientes él—. Voy a quedarme.

 

— ¿Por qué?

 

—Porque —comenzó a decir y la miró con sus azules ojos—, no me marcharé a no ser que te cases conmigo. Ya te lo dije.

 

—Pero es una buena idea. Y no puedes...

 

—No me marcharé, Carin —la interrumpió él—. No te librarás así de mí.

 

Nathan se dio la vuelta y entró en el apartamento. Después, salió por la puerta dando un portazo y bajó las escaleras sin tan siquiera mirar atrás.

 

Disfrutaron de una tarde maravillosa en casa de los MacCauley y eran casi las once de la noche cuando regresaron a casa de Rhys y Mariah. Los mellizos se durmieron en el cochecito y Lacey, que literalmente se había pasado la tarde saltando de un lado a otro, comenzó a sentir los efectos del cansancio mientras caminaban de vuelta.

 

Al día siguiente tenían que madrugar para tomar el vuelo de regreso a casa, así que, en cuanto llegaron al apartamento, Lacey se derrumbó en la cama y extrañamente, solo hizo una pregunta:

 

—Volveremos dentro de poco, ¿verdad, mamá?

 

Carin sonrió y le dio un beso de buenas noches. Después, se dio una ducha mientras Nathan preparaba las camas.

 

—Me toca —gruñó él, cuando Carin salió del cuarto de baño.

 

Carin se echó en la cama y fijó la mirada en el techo.

 

Cuando pensó en aquel viaje, se imaginó que Lacey y ella estarían solas, entre extraños.

 

Sin embargo, no había sido de aquella manera. Había sido un viaje maravilloso.

 

Incluso mientras dormía, Lacey no dejaba de sonreír; había pasado unos momentos estupendos con su familia. Los quería y ellos la querían a ella. La habían aceptado en sus hogares y en sus corazones. Y habían hecho otro tanto con Carin.

 

Le habían hecho desear cosas que hacía ya mucho tiempo se había dicho a sí misma que no tendría. Al menos no con Nathan.

 

El sonido del agua cesó y Carin lo escuchó moverse en el cuarto de baño. Unos segundos más tarde, Nathan abrió la puerta y ella lo vio, tan esbelto, fuerte y atractivo como siempre, vestido únicamente con los calzoncillos.

 

Aún lo deseaba. Ni los años transcurridos, ni su firme determinación, ni el dolor de su corazón habían logrado cambiar aquello.

 

¿Y qué era lo que realmente deseaba él?

 

Nathan apartó las sábanas y se echó boca arriba en la cama. Si lo miraba por el rabillo del ojo, Carin podía ver el lento subir y bajar de su pecho.

 

Sabía que él le diría que la deseaba a ella, pero sabía igualmente que su motivación procedía de su sentido del deber. Y aunque Carin no quería que se casara con ella por el deber, sabía que no le daría la espalda a aquel deber. Antes, le daría la espalda a su carrera profesional.

 

Carin inspiró profundamente.

 

—¿Nathan?

 

Él se sobresaltó al escuchar su voz y suspiró bruscamente, como si hubiese preferido pensar que ella se había dormido y de repente descubriese que no lo había hecho.

 

— ¿Qué?

 

Carin tragó saliva y miró fijamente al techo, temerosa de mirarlo a él, consciente de cuál era su deber.

 

—Estoy preparada para casarme.